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Los objetos del desastre – crónicas después del temporal

Los objetos del desastre – crónicas después del temporal

Por: Magali García Ramis
Escritora puertorriqueña
magaborinquen@yahoo.com

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Contenido

Los objetos del desastre
La brocha del azúcar para las abejas
Los hules de la seca esperanza
El radio fue la nueva plaza pública
Las baterías D: cuatro docenas pesan 20 libras
Hágase la luz
El maíz del gallo viudo
Las monedas del tiempo perdido
La nave del olvido
¿A qué sabe la gasolina?
La bandera de Puerto Rico
El agua como regalo
El árbol que nunca más
Postdata – los Tres Reyes Magos

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Los objetos del desastre

No recuerdo el ruido del viento del que todos todavía hablan a casi un año del temporal. No recuerdo los sonidos de todo lo que vino volando a estrellarse en mi terraza, no los escuché. Ni siquiera recuerdo truenos, acaso algo de lluvia y el toc, toc, toc de un pedazo de metal que quedó colgado en el pasillo dando contra un pestillo cuando la madrugada del 20 de septiembre de 2017 María arrancó de cuajo unas ventanas a prueba de tormenta que nunca antes se habían movido de su lugar en esta casa que habito en el viejo San Juan.

Pasé la noche en dos etapas. La primera, atrincherada en el último cuarto del apartamento, preparado como búnker: con muda de ropa, algo de comida y agua, bolsitas de changuerías para los perros, un par de linternas y un radio de baterías. Ya se habían cortado el agua y la electricidad, y no había señal de celular.

La segunda, al otro extremo, sentada en el sofá de la sala a la entrada del apartamento, que da al balcón a través de dos puertas con cristales que ni rejas ni tormenteras tenían, y que estaban cerradas con minúsculos pasadores dispuestos a aflojarse y ceder con cualquier vibración. Pero la fuerza de ese huracán que marcó a mi país para siempre lo único serio que hizo en mi hogar fue inundar un poco un par de cuartos a través de las paredes, mojar cajas de libros y papeles y torcer y arrancar las ventanas que daban al pasillo frente a mi búnker, del que tuve que irme corriendo hacia el frente de la casa, a esperar a que todo pasara y que la luz del día volviera. Porque a eso es a lo que uno aspira cuando vive tormentas de noche, a salir de la oscuridad, a que vuelva la claridad para poder saber con certeza, qué pasó.

Cuando me percaté de que no había nada que detuviese a una rama voladora o un pedazo de zinc suelto de entrar por esas puertas, ni tenía maderos para poner sobre los cristales, solo me quedó fantasear. Allí, en una esquina, estaban dos pájaros de cartón que habían adornado el local donde celebré mi cumpleaños el año anterior. Eran enormes y hermosos y consideré, en esa noche de soledad en la que no estaba pensando bien, que, si los ponía sobre las puertas como escapularios, la tormenta iba a entender que allí vivían aves legendarias y poderosas, que ella y sus vientos mejor saltaban esta casa. Busqué rápidamente clavitos pequeños de madera para no dañar esas puertas de caoba tan finas y clavé los pájaros como mejor pude.

Por horas y horas con quien único conversé fue con el perro de casa, ya muy viejito, que insistía en regresar al cuarto, y con el gato, que quería esconderse cerca de mí y no lo lograba. La perra y la gata, sin embargo, se aposentaron por la sala. Más tarde se espatarraron a dormir el resto de la noche como si supieran que no nos iba a suceder nada a nosotras. Decidí imitarlas y me dormí en el sofá.

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Cuando amaneció, abrí las puertas al balcón y vi escombros y ramas sobre los adoquines, pero no más de los que había visto dos semanas antes con el huracán Irma. Me vestí y bajé a encontrarme con los vecinos y amigos que habitamos hace decenios este islote. Ese día yo cumplí años, pero no podía celebrar. Me tomé un selfie con la poca carga que quedaba en mi celular, y sonreí, para recordar luego cómo era yo el día del desastre. Todo el mundo contó lo poco que sabía de la tormenta, pues casi todos estábamos aislados de los demás barrios de la Capital y de los pueblos y ciudades de la isla. No lo sabíamos esa mañana pero las torres de comunicación habían colapsado en las montañas; solo nos llegaba transmisión de una estación de radio, WAPA, que se convertiría en la fuente de noticias, ira, dolor y desesperación por las próximas semanas.

Pero en esa mañana de un miércoles, los amigos que vivían en derredor, o que habían dormido por allí en casas más seguras, comenzaron a salir a la calle a mirar alrededor, a cerciorarse de que al menos estábamos allí intactos. La vecina francesa abrió su puerta, que es a la vez su ventana y única apertura hacia la calle, y comenzó a colar café en su estufa de gas para todos nosotros. Otros trajimos leche, azúcar y vasitos desechables.  Quienes tenían planta eléctrica ofrecieron hielo y conexión para cargar los celulares. La comunidad entera se saludaba y preguntaba por cada hogar. Y según íbamos conociendo lo que le había pasado a todo el país, supimos: primero, que éramos de los más los afortunados de Puerto Rico porque, con raras excepciones, casi todos teníamos techo y paredes y camas donde pernoctar, aunque les estuviese cayendo agua encima; y segundo, que, a diferencia de lo sucedido con otras tormentas, el efecto devastador de ésta había afectado a la Isla entera.

También supimos, poco después, que nuestra vida había cambiado en una noche; que la economía que ya estaba en estado precario se pondría mucho peor; que los buscones en posiciones de poder ya estaban regenteando para sí lo que debería ser de todo el pueblo y tratando de sacar usufructo de la desgracia, que lo que nos era importante en la vida cotidiana ya no lo sería por buen tiempo. Todo el mundo pensaba en sus familiares y amigos, en cómo habían o no salvado sus vidas y hogares. Y, para nuestros adentros, pensábamos en la desesperación que sabíamos que estaban viviendo los padres, hijos y amigos en la Diáspora, que no podían comunicarse con nosotros pero veían por la televisión lo que nosotros no pudimos ver hasta mucho más tarde: lagos desbordados, carreteras infranqueables, peñones obstruyendo los caminos, edificios de seis pisos que el mar se había llevado, gente trepada en techos, perros y vacas ahogados flotando río abajo, viejitos desamparados frente a tablones que una vez fueron sus casas, madres de bebés sin fórmula para alimentarlos, gente rogando que apareciera una ambulancia para que sus enfermos conectados a una máquina no se les murieran,  familias pidiendo que les llevaran agua de beber, al menos, agua.

Viviendo en una de las sociedades más consumistas de toda América, estábamos abacorados de objetos, y ahora que comenzaríamos a vivir sin poder utilizar muchos de ellos, o viéndolos henchidos de agua, perdidos, inutilizables, poco a poco pasamos revista a lo que teníamos intacto y a lo que no, a lo que podíamos donar porque alguien lo necesitaba más que nosotros, a lo que merecía salvarse, y a lo que podíamos desechar. Más impactante aún, en pocas horas, el concepto de cuáles objetos eran imprescindibles para nuestra vida cotidiana fue distinto, como también de los que dependíamos para sentirnos primermundistas, aunque no lo fuésemos de verdad, y de los que apreciábamos y queríamos preservar, pero quizás no podíamos, como las colecciones de libros. También cambió nuestra percepción de objetos que hasta entonces habíamos concebido de una manera y ahora o no tenían importancia alguna, o habían cobrado un lugar singular en nuestra siquis. Junto a esos, otros objetos, intangibles, como las constelaciones que pudimos apreciar en nuestras noches y la luna que estuvo llena poco después, vinieron a conformar una nueva realidad. Como le sucede a los arrestados cuando ingresan a prisión y tienen que entregar sus pertenencias y recibir la que el Estado le impone, de alguna manera, cuáles objetos fueron parte integral de nuestras vidas en aquel entonces, y cuáles no, cesó de depender de la voluntad de cada quien y pasaron a ser determinados por lo que el desastre impuso.

Los días inmediatamente luego de María los sanjuaneros nos ocupamos uno de otros, y muchos, de los que no conocíamos. Algunos se fueron en brigadas a ayudar a salvar gente, o llenaron sus autos hasta el tope y se lanzaron hasta donde pudieran llegar por carretera a repartir agua y comida y ropa a quien encontraran desprovisto. Otros fueron de voluntarios a los centros de acopio a preparar cajas de víveres o a reunirse con grupos de servicios sociales a acompañar enfermos o gente mayor que estaba más desorientada que nunca. Muchos de a pie nos quedamos en el casco, ayudando a los que no tenían a conseguir un desayuno caliente de los que ofrecían a precios módicos Café Cortés o Barracina, cargando en el correo o en el Patio De Sam los celulares y baterías de los que habían salido a socorrer a otros, haciendo filas frente a la ferretería True Value o la farmacia Puerto Rico Drug cuyos empleados se sancochaban adentro 6 horas al día por ayudar a los residentes, llevando al hombro bolsas gigantes de ropa de cama y toallas a la lavandería que las transportaba para lavar a un barrio de Carolina y, como los sintecho en su diario quehacer, deambulando por la ciudad empujando carritos de compra que llenábamos de candungos vacíos buscando algún camión-tanque de agua potable junto al cual siempre se aparecía un funcionario de gobierno para que uno le diera las gracias. Si las latas de salchichas, cajas de galletas, tanquecitos de butano, fósforos, velas y medias bolsitas de hielo fueron objetos cotidianos que compartimos todos luego del huracán, hay otros que cada quien recuerda porque dejaron huellas individuales en nosotros.

Lo que sigue es un pequeño inventario personal de los objetos del desastre que guardo con mayor intensidad en la memoria.

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La brocha del azúcar para las abejas

Cuando comenzaban a entrar hilos de luz por las puertas de la sala de la casa, que dejé abiertas por meses, sabía que está clareando, que pronto el sol iba a iluminar la calle y que había que darse prisa porque ya mismo llegaba el puñado de abejas. Fueron las únicas que, al parecer, habían sobrevivido en esta parte de la ciudad y necesitaban su alimento de inmediato. En su lugar estaba, siempre lista, la brochita con la que, siguiendo instrucciones que nos habían dado, les ponía agua con azúcar y unas gotas de vinagre. Decían que se la colocaran en un recipiente en alto cerca de las plantas, pero yo se la untaba con la brocha al cogollo de la palma del balcón porque ahí solían estar las flores que más les gustaban a las de este enjambre. Y vinieron todos los días. Ávidas, libaban una y otra vez mientras volaban como en zigzag alrededor de las pencas. Ellas sabían, lo mismo que nosotros, que todo había cambiado, que por buen tiempo nada iba a ser igual, que ahora tenían que tomar el dulce de esas gotas de agua porque ya no había flores. Las miraba colmarse de azúcar hasta que se retiraban. Entonces ponía sobre el espaldar de una butaca la brocha. Tenerla a la mano se convirtió en una rutina, la rutina de lo indispensable. Ahora tiene moho, pero la he guardado porque no sé si tendremos que usarla de nuevo este año, o el próximo.

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Los hules de la seca esperanza

Los manteles desechables, los plásticos para cubrir carros cuando uno pinta fachadas de casas que dan a la calle, las cortinas de baño, los toldos de poner en los patios alrededor de piscinas si es que uno tiene piscina, las capas de agua, los ponchos que venden a los turistas frente a los barcos cuando comienza a llover, todos, colectivamente, constituyeron los “hules”, que los residentes usamos la noche triste de María, y las semanas y meses siguientes.  Se siguieron comprando porque entonces vinieron los días de lluvia. Y no había manera de sellar las grietas del techo, los chorros que se colaban a través de las paredes de la casa de al lado abandonada, o de detener los aguaceros completos que entraban por donde habían volado las ventanas o partes de techos. Uno buscaba en lo más recóndito de tienditas, de ferreterías, de tiendas por departamento, de farmacias y llegaba con más hules para tratar de tapar una vez más los libreros, los roperos, los sofás, los escritorios, esperanzado en que así iba a salvar lo salvable o deseable. Al principio yo los cortaba con tijera y los pegaba con cinta adhesiva, correctamente. Pero el viento los levantaba y el agua seguía dañando poco a poco los objetos. Pasado un tiempo hacía un bollo como fuera, los pillaba con un par de los libros que menos quería o los dejaba volar libremente por el pasillo. De pronto uno se dejaba ir y ya no importaba nada. Al otro día, limpiaba. Y al siguiente, todo se volvía a mojar y uno seguía, con la esperanza seca, poniendo y quitando hules.

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El radio fue la nueva plaza pública

No importa qué otra cosa no estuviese en su lugar, el radio tenía que estar siempre en el mismo sitio. Por semanas y semanas, fue la única manera de asegurarnos, en medio de esa hecatombe, que alguien nos comunicaría algo de lo que sucedía. No eran “noticias” propiamente hablando, de lo que acontecía en el país o en el mundo en términos de los valores noticiosos de conflicto, prominencia, personalidad, lo inusual… No, era solo Conflicto con “c” mayúscula de lo que pasaba en la Isla y que los periodistas habían escuchado o la gente había contado luego de caminar hasta la estación para dar testimonio. Y contaban de la devastación de los frutos sembrados, de la impotencia de la gente con hambre y sed, de la altanería de los legisladores que demandaban en las estaciones de gasolina que se les sirviera a ellos primero, y gratis porque sí, como si estuviesen trabajando en grupos de rescate. Hablaban de  los héroes anónimos que salvaron a personas que el agua se llevaba y que, habiéndolas colocado en lugar seguro, se esfumaban, como si fueran aparecidos del más allá; de la soberbia de los secretarios gubernamentales y jefes de agencia  puertorriqueños y americanos que se encerraban con aire acondicionado y cornucopias de hielo y refrigerios en el Centro de Convenciones, rodeados de agentes de seguridad que no dejaban pasar a los alcaldes que venían a rogar ayuda para sus  pueblos y sus viejitos y sus valles inundados. También contaban de las brigadas que venían en camino, de las que ya estaban, de las que habían arreglado la cablería en el barrio aquél o en la urbanización la otra, y uno escogía creerlo. Pero sobre todo, por el radio portátil minúsculo e íntimo nos llegaban noticias de los muertos y más muertos, del niño que voló de manos de sus padres, de los hijos y tías que habían tenido que enterrar sin ataúd porque llevaban días descarnándose sin que la oficialidad llegara a declararlos sin vida, de los que fallecieron en sus camas entre escombros porque, sin electricidad, sus respiradores dejaron de funcionar y de los que murieron envenenados porque no los pudieron llevar a tiempo a dializarse. De los muertos que no quisieron contabilizar, como si narraran esquelas con voces entrecortadas que fungían de orlas de luto, nos contaban, siete días en semana, 24 horas al día, solo por la radio.

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Las baterías D: cuatro docenas pesan 20 libras

Como al ancho de los zapatos, a las baterías de uso común se les cataloga con letras.  Uno las memoriza según el objeto que quiera poner a funcionar. Y a los pocos días de María no quedaba casi ninguna en tienda alguna. Las Triple A de linternitas, las Doble A de radios portátiles, las C de algunos cargadores y, las más preciadas y difíciles de conseguir, las D, se habían desvanecido de góndolas de supermercados, paredes de ferreterías y vitrinas de farmacias. Porque aparte de un número de linternas grandes y poderosas y uno menor de radios que se cargan con ellas, eran las necesarias para, durante pocas horas, alimentar a los pequeños abanicos portátiles que nos daban unas horas de solaz en las noches demasiado calurosas que siguieron a María. Al menos un millón de personas utilizando decenas de baterías semanalmente son una clientela inimaginable. Pero había carencia de baterías, y uno consideraba importante tener “suficientes”, lo que se traducía en acumular más de lo que uno necesitara. Cada vez que avisaban de un lugar que las tenía, corríamos a hacer fila. Y si era en un lugar alejado, buscábamos pon con sobrinas o amigos que tuviesen auto, y salíamos del islote como si fuésemos neandertales a la caza de antílopes, salivando porque regresaríamos con el botín para la tribu. Porque todos comprábamos unos para otros agua y mosquiteros y abanicos y gas y claro, baterías. También las recibíamos por correo, ilegalmente, pues cuando los parientes que vivían en Estados Unidos mandaban a preguntar que qué queríamos, clamábamos por baterías y ellos las escondían en cajas marcadas como ‘libros” o “latas” para que no las decomisaran los de Homeland Security.

La carencia de las baterías D y otros objetos necesarios para subsistir con algo de comodidad, nos enteramos luego, no se debió solo a la súbita necesidad de todo el país, sino a una extraña ley que la mayoría de nosotros no conocía, y que penaliza a los comerciantes que tengan en existencia más de cierta cantidad de bienes almacenados. En una isla a merced de unas leyes de cabotaje que obligan a traer casi todos los objetos por barco en compañías de bandera estadounidense y por ende pagando flete carísimo, los comerciantes no pueden abastecerse en grande de una vez porque lo que no vendan, está sujeto a un impuesto cada cierto tiempo. Por eso la enorme carencia de maderas y cristales y selladores y agua y linternas y escaleras y ventiladores y plantas y gasas y calmantes y martillos y clavos y desinfectantes y llantas y aceite de motor y, claro, baterías. Un país que estaba hundiéndose había quedado, además, al revés. Al revés y con una carga gigantesca de baterías descargadas, porque ésas no deben de echarse a la basura. Y el reciclaje era casi inexistente. Pues entonces a guardarlas en cajas y cajitas, a colocarlas por todos lados en espera de un lugar a dónde llevarlas. Cuando al fin lo conseguimos pudimos deshacernos de muchas, pero pesaban demasiado para llevarlas al hombro todas de una vez. Hicimos varios viajes en guagua o auto hasta el centro comercial donde las recibían. Pero siempre quedaron otras en espera. Gastadas e inservibles, como que no quieren irse y uno las tolera porque fue mucho lo que compartimos todos esos meses. Ahí están afuera del apartamento, cuatro docenas que pesan como 20 libras y que son parte del adorno oficial de la escalera…

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Hágase la luz

Que estaban cometiendo muchos delitos. Que asaltaban y robaban por las calles de la vieja ciudad a residentes y a turistas que se aventuraban de noche a transitar cerca de los pocos lugares abiertos. Eso comenzaron a decir pocos días después de que pasara María.

Luego de las felicitaciones de rigor que nos dieron como pueblo, por no haber asaltado colectivamente todos los supermercados y tiendas al día siguiente del huracán (como hacían en otras jurisdicciones menos civilizadas, afirmaron), las cosas volvieron a su nivel. En una isla con altísima cifra de delincuencia, con tanto desempleo y pobreza y falta de educación cívica, pasados los días del susto algunos grupitos de mequetrefes comenzaron a visitar el casco de la ciudad amurallada y a apertrecharse de lo que pudiesen robando o asaltando. Se llevaban plantas eléctricas puestas en la acera frente a alguna cafetería o bicicletas dejadas candorosamente por turistas frente a un hostal; y a punto de cuchilla o simulando quizás tener armas, despojaban de dinero, prendas y hasta de sus linternas a los transeúntes que osaran caminar de noche. Dentro de las casas unos teníamos algo de luz gracias a linternas y velas y lamparitas de gas. Pero en las calles, al caer el sol uno transitaba con miedo.

Entonces las autoridades tomaron las riendas. Fue así como la oscuridad total en que vivíamos la penumbra se trastocó de pronto en unos destellos que cegaban a quien pernoctara en algunas casas de esquina del viejo San Juan.

La alcaldesa mandó poner unos juegos de luces tan potentes, que si estuvieran más altos podrían servir para iluminar canchas de béisbol.

Estratégicamente colocadas en cruces de calles y plazas, las unidades de focos guaretos conectados a generadores se encendían al caer el sol y su fulgor de un amarillo frío y seco corría calle abajo, dándole a algunas casas una iluminación como de otro mundo, pero devolviéndonos algo de la seguridad que la luz trae a la especie humana desde que habitábamos en cavernas.

Por unos días fuimos bienaventurados. Pero al poco tiempo comenzaron a apagarse. No era que fueran de mala manufactura. Era que ahora los mequetrefes se estaban robando el diésel de las máquinas.

Así que hubo que asignar policías municipales a cuidar 24-7 los generadores que mantenían activas las lámparas cuyos focos nos mantenían seguros. La gente comenzó a hacerse amiga de los y las oficiales, que pasaban turnos de 8 o 12 horas parados o sentados contra los edificios, en la más absoluta soledad, sobre todo los que tenían turnos nocturnos, quienes a las 6 de la mañana soñaban con un café con leche caliente porque ya sólo tenían en sus termos la borra del día anterior. Les llevábamos café de madrugada y refrescos a media mañana; a veces meriendas, donas o almuerzos. Como los guardianes de los faros en las costas, vivieron meses guardando las luces de la ciudad y defendiéndonos de la tempestad de los maleantes. De mi casa no se veían las luces, sólo la iluminación indirecta que gracias a ellas corría por mi calle, y que sí, desde entonces le dio a la calle, un aura como de cuento de ciencia ficción.

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El maíz del gallo viudo

 Dos días luego del huracán, nos llegó el rumor de que había señal para los celulares cerca de la Dársena. Temprano en la mañana bajamos hasta allí, caminando sobre escombros de hojarasca, celosías voladas y árboles caídos, con el telefonito en la mano elevada, como si estuviésemos haciendo encantamientos, rogándole a la Gran Onda que se apiadara y nos permitiera conectarnos al más allá, es decir, al resto de la isla donde nuestros hermanos y otros familiares estaban esperando saber de nosotros.

Caminando junto a la bahía, para adelante y de vuelta atrás, mirando al suelo para no tropezar, pasaba frente al quiosco de Turismo, al busto de Enrique el Navegante, a los árboles masivos de la placita acostado para siempre ya sobre los adoquines y a la vieja Aduana, cuando de pronto me topé con un gallo grandísimo, rodeado de pollitos. Era el gallo del Paseo de la Princesa, un hermoso ejemplar multicolor que regenteaba desde hacía tiempo ese camino, sobre todo cuando montaban ferias – que era semanalmente – y a quien los artesanos y visitantes le daban alimento de más.

El gallo se cuadró frente a mí, alzó el cuello, y cacareó, mientras me miraba insistentemente. Los pollitos le hicieron coro. Tenían hambre, al parecer llevaban varios días sin comer. Entonces caí en cuenta de que, aunque picaran alguna semilla aquí o allá, estos son animales domésticos. Nosotros los acostumbramos hace milenios a depender de los humanos, y el hecho de que los humanos no estuviesen en sus habituales carpas vendiendo artesanías o libros o carteles, que se hubieran ido a refugiar escapando el huracán, no nos eximía a los que por allí anduviésemos, de tener que atenderlos. Eso parecía decir el gallo, que movía su cabeza como hacen los gallos, para arriba y para abajo y hacia los lados y hacia el frente, mientras su cría piaba incesantemente. Porque él no solo tenía hambre, sino que había enviudado tres veces de un tirón, pues no había rastro de ninguna de las tres gallinitas marrones que constituían su comuna. Los pollitos se arrimaron a él y él caminaba en busca de comida para la prole.

En eso se aceró un señor que había estado sentado en una banca. Traía un pedazo de pan que desmenuzó y comenzó a tirarle al gallo. Todos se abalanzaron sobre las migajas: gallo, pollitos y un puñado de palomas de las supervivientes. No había, extrañamente, un solo chango. Nos enteramos después que la mayoría de los changos murieron. Las palomas se refugiaron en los huecos de las paredes de ladrillos de cuanta casa abandonada hay en viejo San Juan. Los changos, por el contrario, acostumbrados a buscar amparo en los cogollos de las palmas, aparecieron muertos por docenas.

El gallo viudo y sus hijos seguían quejándose. Lo que les tocó de pan no daba para saciar su hambre de días. La poca gente que pasó por allí ni los miraba. El gallo, me seguía mirando a mí.

Subí hasta el supermercado, pero estaba cerrado. Cuando al fin lo abrieron una semana después compré regularmente maíz picado para, al bajar a la Dársena a buscar señal de celular, alimentar al gallo citadino, que tanto dependía de uno. La marca era “El Granjero”, de Cinderella Poultry Farms de Corozal, y no sé si eso auguraba que a las 12 de la noche las aves que lo comiesen perdieran su calzado; sólo sé que él se lo comía feliz junto a los pollitos, que ya eran como adolescentes, bullangueros y desobedientes. Pasado un tiempo dejé de ir; la vida cotidiana me mantuvo lejos de la bahía. La última bolsa la compré como en diciembre. Ahora estamos en agosto. Todavía está en la escalera, y aunque no he vuelto a ver al gallo, guardo ese maíz. Se lo podría tirar a las palomas, pero lo guardo. Se lo podría echar a las cotorras y rolitas y ruiseñores que visitan mi barrio, pero no lo hago. Estoy en deuda atávica con ese gallo por algo que no logro comprender y pienso que no puedo regalar su maíz así porque sí. Acumuladora al fin, le he reservado un peldaño de la escalera a la bolsa de maíz, y para poder ilusionarme, no he querido guglear cuánto tiempo vive un gallo. No quiero saberlo.

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Las monedas del tiempo perdido

No importaba si uno era el primero en fila en algún lugar para comprar gasolina o agua o baterías. No importaba si había caminado una hora para llegar hasta el supermercado de Miramar a buscar en las góndolas que se llenaban en dos segundos y en uno quedaban vacías. No importaba si los precios de las comidas calientes eran bajísimos. Nada importaba si uno no tenía dinero en efectivo después de la tormenta. Porque sin electricidad, de nada valía el dinero virtual, ni se podían sacar billetes de cajeros automáticos, ni se podían hacer transacciones de cuenta a cuenta, ni se podía cargar una compra a una tarjeta de crédito. De pronto, el mundo nuestro retornó al dinero en efectivo. Como en sus principios coloniales, cuando la isla apertrechaba a las naves del Situado que iban rumbo a España y se les pagaba a los isleños con doblones, volvimos a depender de dinero contante y sonante.

Cerradas todas las sucursales bancarias del islote sanjuanero, para obtener efectivo teníamos que gestionar transportación hasta Santurce y a veces nos íbamos en grupo, fletando entre varios un taxi o consiguiendo pon de ida, hasta la parada 22, donde había sucursales de varios bancos. Allí hacíamos fila por una o dos horas y, al llegar al fin al mostrador, retirábamos de las cuentas lo que creíamos adecuado para un par de semanas de compras. Siempre nos ocupábamos de pedir billetes pequeños porque a veces la gente no tenía cambio.

Desacostumbrados a caminar con tanto billete encima, como las viejitas que llevan su cambio en pañuelos amarrados a las tiras de los refajos o en monederos perdidos en los pliegues de sus faldas, dividíamos el dinero entre bolsillos y carteras y bolsos, temerosos a veces, (como las viejitas) de que alguien nos estuviera viendo con lo que parecía era un botín.

Entonces regresábamos al viejo casco, a apertrecharnos de nuevo entre las tiendas y farmacias y el súper. Pero esos hacíamos algunos de nosotros. Porque creo que un grupo particular de gente comenzó a hurgar en gavetas y alcancías y puso a circular algo que hacía años no veíamos: monedas y monedas de decenios pasados. ¿Será posible que mucha gente tuviese tantas monedas guardadas hace medio siglo? Si no es así no sé explicar por qué en el intercambio monetario post huracán salieron a la superficie tantos vellones y pesetas y centavos que no habían visto la luz hacía tiempo, de los que sacan de circulación los bancos hace años. Comencé a fijarme en monedas gastadas, o enmohecidas o cubiertas de manchas y no pasaba un día que no cayera en mis manos un vellón de 1977 o una peseta de 1968 o un centavo de 1945. ¿Cómo era posible? Todas esas que ya no se usan regularmente, afloraron en tiendas y negocios inmediatamente después de María.

Comencé a ponerlas aparte porque me pareció extraño. Después de varias semanas, tenía guardados más de treinta dólares en monedas viejas. De noche, cuando me cansaba del único entretenimiento posible – que era la lectura – sacaba las monedas y las ponía en el suelo en fila en el orden en que fueron acuñadas. Según las colocaba, me decía a mí misma: del fin de la 2nda Guerra, de cuando fue electo Muñoz Marín, de cuando hice la primera comunión, de cuando nació mi hermano menor, de cuando entré a la Universidad, de cuando los estudiantes marcharon en París, de cuando se separaron los Beatles, de cuando murió Clemente, de cuando viajé a México por primera vez, de cuando abrió el Bachillerato de Comunicación en la UPR, de cuando mataron a los muchachos en Cerro Maravilla, de cuando murió la primera de las tías.

La Historia del Mundo y las historias de la familia se conjugan en esas monedas que habían estado escondidas hasta entonces, y que volvieron a cobrar una importancia inusual en nuestras vidas porque sin el efectivo no podíamos acceder a los objetos. Pero vuelta a operar regularmente la banca del país, en un dos por tres desaparecieron de nuestras transacciones las monedas viejas. Yo guardé un puñado. Yo guardé es decir yo acumulé, claro. Las puse dentro de un frasco en un tablillero. No tiene nada que las identifique. Cuando yo desaparezca mis familiares van a encontrarlas dentro de lo que les parecerá otro objeto más porque no tiene etiqueta. Si fuera a hacerle una pondría: “Monedas históricas; aparecieron, como algunos insectos extraños, luego del huracán María. No botar”.

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La nave del olvido

Entró un día por la Boca del Morro hacia la bahía y allí atracó en el muelle. Era masiva, cuadrada, de formas inexplicables, más parecía una cofia flotadora gigante de la Cruz Roja que una nave-hospital que viniera a redimirnos de los achaques y dolamas, de las enfermedades y los golpes, de las alergias y las neuralgias que habían florecido en nosotros los puertorriqueños a raíz del desastre de María.

Y así como llegó, se fue. Pero no sin antes maravillarnos.

Tantos compromisos rotos, tantas ayudas que no habían llegado; tantas promesas sin cumplir, tantos víveres y ropa y pertrechos desaparecidos y nunca entregados a los que los necesitaban, y de pronto, la ayuda médica prometida estaba ahí, desplazando las olas del mar, pegadita al muelle y esperando con escotillas y puertas abiertas las filas de heridos y enfermos para atenderlos. El barco-hospital de la verdadera redención había llegado a la Capital. Decenas de médicos y especialistas, salas de operación, farmacia, camillas, camas, doctoras generalistas dispuestas a escuchar y medicar, anestesiólogos dispuestos a dormirnos para que no sufriéramos durante intervenciones quirúrgicas, en sus batas de rigor y con sus estetoscopios al cuello, aguardaban dentro de la nave.

Pero al Gobierno se le olvidó avisar a la población. Así que en el primer día en puerto el hospital flotante recibió apenas un puñado de pacientes. Uno de ellos, un poeta residente en la ciudad que no había podido conseguir que le despacharan unas medicinas, pues muchos médicos habían quedado sin oficinas y las farmacias estaban prácticamente inoperantes al comenzar los días postdesastre.

La gente se preguntaba por las calles: ¿“quién puede ir al barco”? Y nadie les contestaba porque nadie sabía.

Entonces el barco levó anclas y apareció poco después en otro puerto de la isla.

Pero, tal como sucedió en ese tiempo tantas veces, llegaron órdenes nuevas de que volviera de vuelta a San Juan.

En su segunda estadía tuvo en frente unas carpas erigidas por las autoridades salubristas. Allí decidían quién sí y quién no entraría al hospital. Uno tenía que llegar con un referido de otros médicos u otras oficinas para ser elegible a ser tratado, aunque los administradores del barco-hospital decían que no, que ellos podían atender a todo el mundo que deseara sus servicios. Pero el gobierno local no cedió. Por eso el barco atendió a un grupo reducidísimo de gente. No sé si sus quirófanos recibieron a un solo doliente. No sé si sus camilleros cargaron por la cubierta a alguien impedido. No sabemos nada.

Poco después se lo llevaron de vuelta a donde sí era necesitado, nos dijeron. Lo sacaron del Caribe, se alejó de las Antillas como los sueños de algunos de los libertadores.

Y ya no supimos más de él. Creo que ha quedado en el olvido el objeto más grande de todos los que nos ocuparon en esos días. Quizás era un buque fantasma, pero lo dudo, porque su foto todavía está en mi celular y más aún, porque tenemos la declaración del poeta qe estuvo adentro, y los poetas, todos sabemos, fabulan, pero no mienten.

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¿A qué sabe la gasolina?

No siendo conductora, ni dueña de auto, y no habiendo trabajado nunca en una estación de gasolina, en mi vida he echado combustible a un carro. Solo recuerdo haberle echado gasolina a una motorita que el tío llamado loco por mi familia compró hace muchísimos años y nos prestaba para subir y bajar por la acera de la urbanización San Francisco cuando allá vivía. A veces nos daba la centavería con que se llenaba su minúsculo tanque y nos mandaba a la estación. Tendríamos mis primos y yo 9 o 10 o 12 años, pero en ese tiempo nadie cuestionaba nada, como que unos niños solos, sin un adulto, llegaran unos montados y sin casco en una motorita y otros corriendo detrás, a echar gasolina a una moto pequeña en un garaje.

Y yo hacía años que no pensaba en la motorita y el tío y la tía y los fines de semana idílicos en su casa, hasta que un día me vi precisada a echar gasolina, con prisa, en una planta generadora. Pasadas unas semanas, y sin esperanza de pronta reconexión eléctrica, mis generosas vecinas habían comprado una plantita – tan liviana que la entró en hombros el empleado de UPS – que servía para conectar las neveras de ambos apartamentos del edificio, y nos turnamos prendiéndola, apagándola, limpiándola y, sobre todo, echándole gasolina.

Teníamos contenedores de variados estilos – realmente el que apareciese – y los manteníamos lejos de las rejas de entrada porque esos sí que eran un bien preciado durante los meses posteriores al huracán. Todavía están en fila rumbo a la azotea, como soldaditos de postales coloniales uniformados de rojo con capacetes negros.

Para cuidar la planta que sólo se prendía durante el día y así no molestar de noche a la comunidad que dormía con puertas y ventanas abiertas, montamos un “necessaire” con embudos y aceites y trapos y papel y guantes y mascarillas.

Pero lo básico, claro está, era la gasolina.

Conseguirla, acarrearla, estar seguras de que no estuviese donde pudiera ocasionar una desgracia se convirtió en la rutina más importante luego de la de obtener agua. Y lograr que la plantita prendiera y nos mantuviese fríos por 12 horas la nevera y el congelador era el lujo máximo al que uno podía aspirar.

Por eso un día, cuando no quiso prender y me percaté de que había que echarle más gasolina, pero no sabía manejar el pistón de un nuevo contenedor que me habían regalado, tuve de pronto un recuerdo grato. Fue el día que mi tío loco me enseñó que, si la motorita no se podía mover hasta el garaje, había que echarle un poco de gasolina para que prendiera, y entonces ir a llenarla.

Era facilísimo, me explicó. Uno toma un tubo finito de goma o una manguera, como de unos dos metros de largo, lo mete en el tanque de un auto, aspira rápidamente hasta que siente la gasolina en la boca, y, manteniendo el tubo sumergido en el tanque del carro con una mano, con la otra inserta de inmediato la otra salida del tubo en el tanque de la motorita. Así comienza a fluir la gasolina. Varias veces lo hice, siempre a escondidas de mi madre o de las tías, sabiendo que me regañarían a mí por sesohueca y al tío, otra vez, por loco.

Esa memoria pasó como película casera por mi mente. Bajé entonces y hallé en la terraza de mi casa, entre escombros y cajas de herramientas, un pedazo de tubo de goma anidando entre los objetos que uno guarda “porque un día los va a necesitar”. Subí a la azotea, le quité la tapa al tanque de la plantita, puse el tubo en el contenedor de gasolina, y chupé por un segundo hasta que sentí en los labios el sabor quemante de la gasolina – no sé si Premium o cuál porque no sé nada de gasolina – y coloqué en un santiamén el otro extremo del tubo en la planta. Un minuto después ya estaba prendida. Fue una temeridad. Luego me di cuenta de que había un sifón que nunca habíamos usado, justo a la entrada de la puerta de la azotea. Luego me di cuenta de muchas cosas, pero quizás lo que uno quería era repetir experiencias de medio siglo atrás, sólo por escapar un rato de la que estábamos viviendo.

¿Qué a qué sabe la gasolina? A trillitas en motora de juguete, a un tío loco que nos quiso mucho, a una planta que por generosidad compartieron con nosotros, a una posibilidad de tener encendida la nevera con alimentos que no se dañaran, a saber que uno resuelve. También sabe a ácido, a veneno, a quemazón, y a que, a la pena, remedio, como nos enseñó mi madre.

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La bandera de Puerto Rico

Que ondeó en todos lados. Que la pintaron en paredes y en escombros, en raíces volcadas hacia arriba de árboles que perecieron y sobre capotas de carro y techos de zinc.

Que usaron la que todo el país había adoptado par de años atrás, en negro y blanco, para significar el luto que teníamos por la maltrecha economía y los abusos que sufríamos como colonia. Pero que también se vendieron miles con el triángulo azul marino tradicional que se usaba desde el 1952, o con el azul más-claro-aunque-no-tanto-como-celeste que se rescató recientemente como el original, pues la nuestra es espejo de la de Cuba.

El problema, para algunos, fue que demasiada gente comenzó a usar y ondear la bandera de Puerto Rico sola. Ese sí que fue un problema.

Porque en cualquier otro país poner o no una bandera nacional es algo personalísimo. Mientras que en Puerto Rico, que flote SOLA la bandera nuestra siempre ha sido un signo de nación, de independentismo, de patria y de lucha. Pero eso no le importó de pronto a la población afectada por el huracán. Autos, camiones, ambulancias, taxis, todo el mundo empezó a poner la bandera como símbolo de que nos íbamos a levantar de nuevo luego del desastre de María. Una artesana en San Juan comenzó a vender trocitos de madera con la bandera de luto pintada y frases alusivas al huracán y la embotelladora de coca cola la puso en sus latas.

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También las cuadrillas de trabajadores estadounidenses que vinieron a reconectar la electricidad empezaron a poner en sus camiones las que le regalaban, como en su país que cada vez que hay un brote de patriotismo por una guerra o una desgracia, la gente comienza a poner banderitas frente a sus casas y en sus autos, y los rescatistas, también. Estos, llegados de los “Estados Unidos continentales” no tenían por qué saber que aquí, la bandera sola se podía interpretar de muchas maneras. Fue, como dice el título de una película, algo “lost in translation”.

Y tan perdida fue el significado en esa traducción intercultural que los trabajadores se arropaban con las banderas que la gente les daba, las ondeaban de sus grúas, las colgaban de algunos postes y hasta se ponían las pequeñas en sus capacetes.

La infelicidad se apoderó de los propulsores de la estadidad porque no sabían cómo enfrentar a los que habían venido a ayudar, que era americanos, y decirles que no pusieran esa bandera porque, porque… ¿Por qué no? Quienes la mostraban no eran radicales o estudiantes o marxistas o socialistas o nacionalistas, es más, ni español sabía la mayoría de ellos. No era posible ir a decirles “no flag, no flag” con esa soltura lingüística tan común entre grupos anexionistas.

Algunos se lanzaron a los medios a criticar el uso indiscriminado de la bandera de Puerto Rico, sola, sin la compañía benemérita de la de Estados Unidos, que es como procede legalmente en gestiones aprobadas por el gobierno como los contratos con estas compañías. En columnas periodísticas, en comentarios en las redes sociales, en programas de televisión, arremetían contra el pecado, pero perdonando a los pecadores porque no eran tales.

Y los empleados de todas esas compañías, ajenos a la crisis que habían creado, seguían colocando cada vez más banderas, y más grandes las banderas. Los que vinieron al viejo San Juan andaban encantados con las que les daban. Y nosotros, felices como famas molestando a cronopios, bailábamos cátala y tregua cuando los veíamos pasar.

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El agua como regalo

Sí, éste debió ser el primer objeto del catálogo, pero es que es tan obvio. El agua para beber, el agua para cocinar, las botellas y galones de agua para guardar por si en la semana no traían más. El agua almacenada, el grito de “llegó el agua” que concertamos entre vecinos en mi cuadra para que cuando sonara por las cañerías en esos meses en que el servicio era intermitente, todo el mundo corriera a llenar candungos y botellones, cubos y palanganas, zafacones vacíos y hasta neveritas. El agua para lavar ropa a mano. El agua para enjuagar, el agua para tratar de pasar un pañito a la casa al menos una vez en semana, el agua para los trastes de cocina que uno trataba de usar lo menos posible, el agua para bañarse, y hasta para bañar a los perros que ya apestaban a oso invernando.

Guardábamos agua y la comprábamos cuando podíamos, porque hervirla para beber suponía un gasto enorme del gas de las estufas. Donde uno veía que la vendían, cargaba con ella.

Un día encontré unas botellas de pocas onzas, pero carísimas, en una farmacia por los muelles. Cada una costaba casi tres dólares. Ese día yo iba ya cargada de compra así que solo cogí tres. La muchacha en frente mío se viró y me dijo ¿“Tú vas a comprar eso tan caro”? “No tengo opción”, le expliqué, “en más ningún lugar han traído hoy”. “Mira, yo acabo de venir de K-Mart”, me dijo, “y compré 24 botellitas por $2.99. Compré dos paquetes de esos así que si quieres, te vendo uno”. “Gracias”, contesté, “pero yo voy a pie, no puedo cargar eso”. “No te preocupes, yo tengo el carro ahí afuera, te llevo a tu casa”, me ofreció. Y eso hizo. Así, gracias a esa mujer amable y solícita, llegué con agua de sobra, y en auto, a mi casa. Ella vivía en La Perla, y siempre que salía compraba agua o baterías o alimentos de más para llevarle a quien lo necesitara, me explicó. Así se vivió en San Juan ese tiempo. Y el agua, sobre todo el agua, fue un lugar común de encuentros.

Subiendo otro día por el Callejón de La Capilla hacia la Calle Luna, vi que los equipos de la AEE estaban reconectando la electricidad. Y un vecino, en señal de agradecimiento, puso a su disposición lo más grato que en esos días de calor intenso uno podía ofrecer: agua, y con hielo, para disfrutarla fría. Pero no estaba allí tirada sobre los adoquines, no. Él puso una mesita. Y le puso un mantel. Y colocó el hielo en bolsas en un balde de metal para que no se derritiera. Y hasta vasos les puso. Era para dar gracias a los que nos ayudaban, era el agua más bonita que se podía poner. Nadie que pasaba la tocaba porque todos sabían y respetaban que era para los de las cuadrillas de la Autoridad. Así que a la par con los que asaltaban casas para robarles plantas, con los empresarios que subieron en cuanto pudieron los precios de los materiales de construcción para más exprimir a la gente, con los empleados de gobierno que falsificaron documentos para proteger a sus jefes, con los parientes de políticos que se quedaron con la ayuda que había que distribuir por las áreas más afectadas, hubo también gente decente y sana que ayudó a muchos a sobrevivir en esos días.

Porque también fue insólito y hermoso el país que vivimos luego de María, y fue extraño, y lleno de bondad de mucha gente.

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El árbol que nunca más

Sabido es que muchísima gente lo quiso ayudar, y lo defendió cuando Hugo azotó en 1989 y cuando Georges casi lo tumba en 1998. Pero esta vez no tuvo suerte. A diferencia del que estaba por la Puerta de San Juan, erguido de nuevo por voluntad de los vecinos, aunque María lo había dejado patas arriba con las raíces mirando hacia las murallas, el árbol de la plazoleta al pie de la Dársena sucumbió estrepitosamente, sin poder recuperarse, y con una celeridad poco común fue picado allí mismo y transportado como escombro a quién sabe qué vertedero en las afueras del islote capitalino.

Ya con el huracán Irma habíamos perdido muchos árboles en San Juan, ahora los icónicos también se esfumaban. Un nuevo paisaje urbano casi sin verdor, ni sombra, se impuso en torno a las plazas y parquecitos de la ciudad cuando no pudimos levantar a los árboles que nunca más.

Porque todo el mundo viene a San Juan a admirar las casas, los fuertes, las cortinas de murallas y los comercios; la vista al mar y la vista a la bahía y al Cañuelo al otro lado, y a la cordillera de montañas más allá que anuncia que esta es una isla fértil. Pero los residentes se holgan sentándose bajo sus árboles en las plazas para conversar o encontrarse o jugar dominó, por eso nos da tan duro cuando uno desaparece de pronto, uno de los que ha vivido muchos lustros y escuchado demasiados secretos; sobre todo éste, testigo de tanta Historia y de tantas injusticias viviendo justo entre el camino que lleva al antiguo presidio y la Corte Federal.

Ahora en el mapa de la memoria capitalina tenemos no sólo las coordenadas de dónde estuvo una edificación, sino las de la oquedad de donde una vez hubo un árbol; majestuoso, querido y ¿por qué no? patrimonio que fue en vida de esta ciudad de San Juan.

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Postdata – los Tres Reyes Magos

“Ustedes son los Reyes Magos”, les dije, cuando me asomé y los vi. Con cascos en vez de con coronas, con uniformes en vez de con trajes de brocados y capas, como suelen representarlos, pero reyes, no hay quien lo dude, estaban frente a mi casa llamando una tarde de diciembre. Literalmente representaban a Gaspar, Baltasar y Melchor, los Santos Reyes de Oriente – aunque habían venido del norte esta vez -y prometían el regalo más esperado para las Navidades de 2017: la reconexión de la electricidad.

Habíamos escuchado decir que las brigadas de la Autoridad de Energía Eléctrica junto a las de los grupos contratados de EEUU ya se acercaban por ahí, que unas cuadras más allá ya tenían luz en las casas, porque en ese tiempo vivimos de “lo que se decía”, de la leyenda, del rumor repetido hasta la saciedad y creído entonces, de lo que informara alguien que había bajado a la plaza o que trabajara en el municipio; lo que decían que alguien dijo, eso creíamos.

Subieron a casa y les informé lo que tenía anotado porque me lo habían repetido cien veces electricistas y vecinos que sabían: que los breakers estaban tumbados, que donde se originaba la entrada de luz a éste y a tres edificios más era en aquel poste a punto de caerse hacia la calle, y que habíamos repuesto el conduleto. El anterior, el huracán lo arrancó de cuajo de la esquina donde reposaba, pero, informados de que por ahí estaba por llegar la luz, mandamos a poner de vuelta uno nuevo a toda prisa. De no haber sido colocado antes de que regresara la electricidad, no habríamos podido instalar un conduleto sin, según las normas, primero ir a las oficinas de la insufrible Autoridad de Energía Eléctrica a arrastrarnos en cadena junto a miles de otros penitentes que clamaban ayuda, señalaban dónde había líneas vivas que no dejaban pasar autos y amenazaban hogares o se quejaban de las facturas inconcebibles que les habían enviado a quienes llevaban meses sin electricidad.

Dentro de esa masa avasallada, estaríamos condenados entre gritos y susurros por varios días consecutivos a aguardar a que sus burócratas nos gestionaran el permiso. Pero si no había conexión de luz, la ley nos permitía ponernos el conduleto hasta de sombrero. Yo nunca había escuchado tal palabra ni visto tal objeto, pero de inmediato se revistió de una importancia crucial en la vida de todos nosotros.

Advertidos de que por ahí venía la reconexión conseguimos que una noche dos electricistas expertos, peritos, atrevidos y valientes -y ya mayorcitos, dicho sea de paso – se agarraran de un enrejado en mi terraza, brincaran hacia la propiedad contigua, pasaran hacia allá unas escaleras altísimas y permanecieran dos horas bajo la lluvia maceteando la pared y empotrando ese conduleto, pieza que parece un huevo gigante de cucaracha y que es la que permite que entre la electricidad de las líneas colgantes de esta ciudad, a nuestro edificio. Ahora, cada vez que salgo y lo miro, me doy cuenta de que ha llegado a ocupar un lugar preferencial en la parte de mi corazón que late intensamente cuando decodifico la palabra “huracán”.

Pero aquel día cuando llamaron a la puerta tres hombres que no intentaban venderme un seguro para la inmortalidad ni una revista del fin de los tiempos, sino que venían a devolverme, al fin, el tiempo perdido sin uso de electricidad, corrí a abrirles, los llevé a la azotea y miraron alrededor reconociendo el lugar, como si fueran los escuchas salvadores de una tropa de sublevados, mientras les señalaba el conduleto. Al bajar a la calle les pedí que miraran hacia arriba, que quería tomarles una foto porque tenía que recordarlos. Sonrieron, y me aseguraron que en dos días tendríamos luz. Y en dos días la tuvimos. Confirmé entonces lo que suponía, que es este un país donde casi siempre, a diferencia del Gobierno, los Reyes Magos sí cumplen sus promesas.

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